La sociología de la delincuencia encontró en la clase social un robusto e indiscutible apoyo sobre el que
sustentarse para explicar los comportamientos desviados. Las bases teóricas fundamentales se cimentaron
sobre un puñado de teorías que tuvieron su origen en los años cincuenta del pasado siglo y que se extendieron
básicamente durante los treinta años siguientes. Pero esta claridad teórica no acabó de encontrar una apoyatura
práctica. Cuando se empezaran a poner en tela de juicio los datos de las estadísticas oficiales procedentes de
la policía y de los tribunales y en su lugar se echó mano de los auto-informes, los investigadores se dieron de
bruces con una realidad insospechada: la extensa delincuencia de cuello blanco no registrada. Ello indujo a
pensar que la relación entre clase social y delincuencia era en realidad un mito sostenido sobre los prejuicios
de considerar a una clase social como más peligrosa, detenerla más, juzgarla más y condenarla más. Surgió
entonces una prolongada controversia fundamentada sobre dos postulados inamovibles: “no importa cómo se
mire la clase social, ya que no incide sobre la delincuencia” frente a “la clase social correlaciona negativamente
con la delincuencia; según se baja en la escala aumentan los delitos”.